Recientemente me obsequiaron Infierno Grande (1989) y La muerte lenta de Luciana B (2007), de Guillermo Martínez (Bahía Blanca, 1962). Son libros que ya conocía. El primero lo había leído muchos años atrás (¿quince?) y recordaba que me habían gustado bastante el cuento que le da título a la colección y «Billete de Mil». Otros me habían generado cierto desagrado, como «Baile en el Marcone». De la novela, en cambio, tenía una idea muy vaga. ¿La había empezado a leer? ¿Me la contaron alguna vez? Algo sabía de ella, porque empezar a leerla se sintió como una relectura.

En todo caso, lo cierto es que la narrativa de Martínez no me es ajena. La novela Crímenes imperceptible me tiene entre uno de sus relectores y Los crímenes de Alicia (2019) entre quienes la abandonaron a medio camino.

Esta experiencia de relectura fue ciertamente poco grata. "Infierno grande" y "Billete de mil" me siguen gustando. Hay descripciones en otros de sus cuentos que me agradan o, mejor dicho, que cumplen el cometido de repugnarme, como en «Brindis con Witold» donde se nos enfrenta a patético y asqueroso baile de lenguas. A veces, los narradores juegan con el absurdo o lo fantástico y esos intentos se agradecen. Pero, en general, los narradores de este libro de cuentos tienen una y solo una obsesión: las tetas.

Casi no hay cuento en el que el narrador o el personaje principal no se encuentre con una mujer y le mire los senos y la reduzca al tamaño de sus pechos. «Deleites y sobresaltos de la sombreridad» tiene una de las frases más estúpidas para describir a una mujer: «No parecía haber tampoco en su cuerpo abultamientos dignos de ser admirados». No se queda muy atrás «Baile en el Marcone» con su frase: «Cuando crezca un poco más, pensé, va a tener las tetas de la mamá».

Insisto, en Infierno grande casi todos los narradores se obsesionan con los pechos de los personajes femeninos. Y es que quizás llamarlos personajes sea mucho. Son, apenas, recursos. Están ahí para que el narrador pueda admirarlos: «Aproveché para mirarle las tetas con toda franqueza»; evaluarlas: «[E]lla, después de todo, se había puesto corpiño, con lo cual perdían algo de interés los vaivenes de sus pechos»; humillarlas: «No conozco tu definición de realidad, le respondió, era demasiado fácil derrotarla». No faltan las ocasiones en las que los narradores de Guillermo Martínez señalan a un personaje femenino como lindo o sexy para, en seguida, hablar sobre su capacidad intelectual limitada.

A su vez, si bien casi nunca nos enteramos de cómo son los personajes masculinos, parece ser muy relevante que los personajes femeninos lleven o no corpiños. Es que esas descripciones ahí están para estimular al propio narrador, no hacen a la historia. Salvo, tal vez, en «Esa cuestión de orificios», un cuento abiertamente erótico y en el que se condensa la imagen que estos narradores tienen sobre los personajes femeninos:
Los pechos —en los que sobresalían unos pezones extrañamente puntiagudos— eran pesados, plenos, pero empezaban a caer y los muslos tenían esa fragilidad penosa de lo que va a desmoronarse. Rompió a hablar despreocupadamente, con la rodilla apoyada en el borde de la cama, y yo pensé que los cuerpos de las mujeres son sobre todo vulnerables cuando no se saben observados, cuando no están en guardia.
Y es que no solo está el tema de los pechos, sino esa idea sobre una suerte de "sentido arácnido" de las mujeres que los distintos narradores comparten: «cruzó Rivadavia moviendo el culo todavía más, como hacen las mujeres cuando saben que uno las mira»; «Ella, por su parte, dejaba pasear la vista en torno, pero evitaba cuidadosamente encontrar mi mirada, con esa maestría que tienen las mujeres cuando se saben observadas».

Entonces, repito, los personajes femeninos no funcionan sino como recursos para mostrarnos que el narrador es un voyeur, pero también nos sirven para adelantar hipótesis como lectores. En «Billete de mil» aparece una mujer gorda, es la única mujer que aparece en ese cuento, y solo se la menciona una vez. Si la mujer es gorda, el narrador de Guillermo Martínez no tiene nada para decir sobre ella. Salvo, claro, que se trata de un ser monstruoso, tal como hace en «Un descenso al infinito».

Al terminar de leer Infierno grande creí que esa obsesión se debía a un trabajo temprano de Martínez. Este es su primer libro de cuentos. La mayoría, según comenta, fueron escritos entre 1982 y 1987. Su narrativa seguramente había cambiando. No recuerdo, tampoco releí, nada de esto en Acerca de Rodeder. Así, entré a leer La muerte lenta de Luciana B. Pronto noté que el narrador de esa novela también era un abonado a las descripciones misóginas:
Había advertido también que la línea bajo el mentón no era todo lo firme que podía esperarse y que la leve ondulación bajo la garganta amenazaba convertirse con los años en una papada. Y antes de que se sentara había notado que de la cintura hacia abajo sufría la típica asimetría argentina, la desproporción apenas insinuada, pero acechante, de unas caderas excesivas.

Y, claro, se repetía la obsesión por los pechos:

Cuando abrí el primero de los cuadernos para dictarle enderezó la espalda contra el respaldo, y corroboré, con algo de desaliento, lo que había intuido en la primera ojeada: la blusa caía recta sobre un pecho liso, liso por completo, como una tábula rasa.

Entre la publicación de un libro y otro habían pasado 18 años. A pesar del paso del tiempo, los narradores de Martínez no cambian. Por el contrario, sus personajes femeninos sí lo hacen y eso supone la pérdida de la que parecería ser su única facultad: la belleza.
«La venganza más cruel contra una mujer —lo había escrito Kloster— era dejar pasar diez años para volver a mirarla. [...] Los peores presagios que yo había imaginado para su cuerpo se habían cumplido. La línea del cuello, el cuello terso que había llegado a obsesionarme, se había engrosado, y debajo del mentón tenía un abultamiento irremediable».
¡Ojo! Hablamos de un personaje que empieza la novela con 18 años y en el segundo capítulo pasa a tener 28. Pero claro, en los cuentos de Infierno grade queda dicho que una mujer de 33/34 ya está en decadencia extrema.

En fin, releer a Martínez fue esto: reencontarme con los textos que me gustaban y profundizar el desagrado con algunos otros. Por cierto, incluso en estas ocasiones, qué lindo el placer de la relectura.

Guillermo Martínez, Infierno Grande. Booket, 2019, 192 páginas.
—————————, La muerte lenta de Luciana B. Booket, 2019, 248 páginas.