Durante mi infancia, Padre me contaba la historia de un niño que vivía en el campo y que, mediante ciertos sacrificios familiares, había logrado asistir a la escuela. Allí, nada le resultaría sencillo: de pronto, surgirían gastos no previstos y sus compañeros no serían los más inclusivos del pueblo. A pesar de dichas adversidades y otras muchas, Manuel lograría terminar sus estudios y volvería al campo con ciertos saberes que le permitirían ayudar a sus padres. Con el tiempo, incluso, dejarían de ser arrendatarios. 

La de Manuel era una historia lacrimosa con final feliz. Y no mucho más. Stoner es parecida en algunos aspectos, solo que peor y más elogiada.

William Stoner es un hombre-santo que ingresa en la universidad como estudiante de Agronomía. Allí descubre su pasión por las letras y cambia de carrera. Una vez recibido, se emplea como profesor universitario y comienza a tener una vida modesta. Luego se casa con la hija de un banquero y juntos viven un matrimonio pleno de angustias porque, claro, ella es una neurótica. Tienen una hija a la Stoner adora; pero, cuando su esposa se interpone en su relación, él no hace nada, solo para vivir en paz. Su hija vive una vida desdichada y, en su primer año universitario, decide hacer lo posible para abandonar su casa.

A los cuarenta y tres años, William Stoner aprendió lo que otros, muchos más jóvenes, habían aprendido antes que él: que la persona que uno ama al principio no es la persona que uno ama al final, y que el amor no es un fin sino un proceso mediante el cual una persona intenta conocer a otra.

En su trabajo, la vida de Stoner es tranquila, salvo por el hecho de que dos tipos deformes (literalmente los define así) lo acosan y complican su labor. Y no solo eso, cuando Stoner finalmente consiguen el amor de una mujer (una alumna), lo obligan a decidir entre seguirla a ella o a su vocación.

Pensó que nunca había conocido el cuerpo de otra persona, más aun, pensó que era por ese motivo que siempre había separado la identidad del otro del cuerpo que albergaba esa identidad.

Claro que para Stoner ser profesor universitario no era una profesión, sino un llamado. Esa inspiración está explicada por uno de sus amigos: Stoner no sabría vivir fuera de la universidad porque vive buscando una verdad revelada en los libros. "Ek te biblion kubernetes". 

Si estaba apenas despierta, se ponía tensa, movía la cabeza hacia el costado en un gesto que se había vuelto habitual, y la sepultaba bajo la almohada soportando la violación; en esa ocasiones Stoner le hacía el amor con la mayor rapidez posible, odiándose por su apresuramiento y lamentando su pasión.

Quizás sea una cuestión de enfoque, pero realmente no sé qué puede tener de maestra esta novela. No creo que sea la forma, pues su  narración es lineal, externa y focalizada en el protagonista (lo hemos visto antes). ¿Qué será? No lo sé.

Con menos frecuencia ella permanecía entumecida por el sueño; entonces era paiva y murmuraba con somnolencia, aunque Stoner no sabía si era en señal de protesta o de sorpresa. Llegó a esperar esos momentos raros e imprevisibles, fingiendo que ese letárgico consentimiento era una especie de respuesta.

En fin, Stoner tiene buenos pasajes y algún que otro golpe bajo. Entiendo que eso sensibilice, pero hay ciertas cuestiones que pasan desapercibidas y, sin embargo, son extremadamente violentas. Pero claro, el protagonista de esa hagiografía —¿cómo podría ser de otro modo?— es un hombre santo, así que no llaman la atención de nadie.

En cuanto al hype en torno a esta novela, empezaré a dudar de las recomendaciones que leo (no me refiero a las notas en diarios y revistas, de esas dudo hace tiempo). Suelen reducir todo libro a elogios o a extractos. Tienen suerte de nunca encontrarse con una lectura que les generen ciertas contradicciones o que directamente no les guste.

John Williams, Stoner. Fiordo, 2019 [1965/2016], 304 páginas. Traducción: Carlos Gardini. Precio: $ 630.-