Leer un libro por semana y escribir un breve comentario sobre él, cuando uno no trabaja de eso, no es algo que resulte sencillo. Leer, interpretar, componer y finalmente escribir son acciones que requieren tiempo. Y claro, uno es tiempo, pero como bien sabe el psicoanálisis no somos sujetos de dominio pleno y, por ende, nunca nos tenemos, así como nunca tenemos tiempo para nada.

En fin, esa introducción venía a cuenta de que estoy leyendo (el gerundio implica que no he acabado esa lectura) un libro cuyo tema es la medición del tiempo a lo largo de la historia.

Si nadie me lo pregunta, lo sé; si alguien me plantea la pregunta y quiero explicarlo, ya no lo sé.

El libro comienza con el relato del año más largo de la historia (al menos para el pueblo romano) y la instauración de un nuevo calendario, el juliano, que es muy afín al que conocemos.

Nombrar el tiempo, contarlo, brinda la ilusión de que lo controlamos y permite tal vez ahorrarnos la pregunta angustiante de su esencia.

El año 46 a.C. duró 455. La República romana (509-29 a.C.) utilizó un calendario comprendido por 12 meses lunares y cuyo año duraba 355 días.

Para evitar ciertos desequilibrios (entre los meses y las estaciones climáticas) tenían, como nosotros, un sistema de compensación: cada dos años agregaban un mes de 27 días y le quitaban 4 o 5 a febrero. Tenían así años de 355 y de 377 o 378 días.

El tiempo, tanto o más que el espacio, es un objeto político: hay que ocuparlo, poseerlo, para controlar mejor los espíritus.

Como los consulados (el mayor cargo público de la época) tenían una duración anual, el uso de la compensación era totalmente discrecional: los pontífices, encargados de añadir el mes en cuestión, lo usaban para mantener en el poder a sus aliados o recortar el período de gobierno de quienes no lo eran.

En el 47, con César en el poder y tras el olvido de intercalar el mes extra, el problema de las estaciones, la siembra y la cosecha vuelve a aparecer. Es entonces que, para encontrarle una solución, le encargó a un astrónomo egipcio la elaboración de un nuevo calendario, esta vez solar.

Dado que está basado en una realidad objetiva, la del curso del sol, el nacimiento del calendario juliano marca también el momento en el que los religiosos pierden el control sobre su estructura, abandonando al pasar una parte de su poder de manipulación del tiempo.

Así se llegó a un nuevo sistema de 365 días, pero antes se tuvo que atravesar un año de transición de modo tal que los 25 de marzo y de septiembre  coincidieran con sus respectivos equinoccios.

La historia sigue y está repleta de datos que no voy a ofrecer aquí, pero pueden encontrar en el libro.

En general, no soy un diletante de la Historia Social. Sin embargo el tema del tiempo siempre es algo en lo que uno puede pensar. Y aquí nos encontramos con un muy buen relato sobre las implicaciones del poder, la religión y la costumbres en los distintos sistemas de medición del tiempo, así como en la organización de nuestras vidas.

Olivier Marchon, 30 de febrero y otras curiosidades sobre la medición del tiempo. Ediciones Godot, 2018, 168 páginas. Traducción: Jorge Luis Caputo. Corrección: Hernán López Winne. Diseño: Víctor Malumián. Precio: $395.-