Si me preguntaran por una autora argentina, Sara Gallardo no sería una de las primeras en venir a mi mente. La imagen de Alejandra Pizarnik, de Norah Lange, de Silvina Ocampo o de María Elena Walsh no tardaría en ocupar ese lugar. Tampoco la vincularía a las escritoras silenciadas del Boom. En principio, porque el Boom fue una explosión de testorena como señala Leila Guerriero; luego, porque tampoco formó parte del grupo de escritoras bestsellers que para la prensa de entonces conformaron Silvina Bullrich, Beatriz Guido y Marta Lynch. Publicó su primera novela, Enero, en 1958; la década del 60 la encontró con otros dos libros Pantalones azules (1963) y Los galgos, los galgos (1968), con éxito comercial y con reconocimiento por su trabajo en distintos medios gráficos. Pero a veces la historia es injusta y decide no recordar a ciertos personajes. La década pasada recuperó a Sara Gallardo y en los últimos años se ha ido publicando su obra literaria (por Fiordo y El cuenco del Plata) y periodística (Excursiones y Winogrand), y también se han publicado diversos análisis sobre su obra.

Dos años atrás no sabía nada de Sara Gallardo. Visité la Feria del Libro y encontré un librito que anunciaba relatos sobre yetis en las guerras de la independencia y hombres lobos en la pampa y tuve que llevármelo. Se trataba de una breve antología, En la montaña publicada por Editorial Turista. Por entonces prometí seguir leyendo más de ella, pero no había llegado el tiempo de hacerlo sino hasta hace unos días atrás. Y fue con Enero.

Enero es una novela corta, una nouvelle, una novelita. La edición de Fiordo tiene 112 páginas, las primeras ocho se reparten en guarda, legales, título, dedicatoria. La novela comienza en la página 9 y termina en la 99. Al final del libro hay algunas páginas con renglones para que uno anote sus lecturas. La editorial nunca decepciona, siempre hace cosas de calidad, siempre cuida sus textos y siempre elige bien.

Antes, cuando era alegre —ahora sabe que lo fue— su mirada corría lejos, iba de un monte, de un molino, a una tropilla lejana, a un sulky por el camino. Ahora no, los ojos se han vuelto pesados como el alma, y si le preguntaran qué ve diría mi mano, el tenedor, la rienda, el plato y nada más. Pero a decir verdad ni esto ve. Ni siquiera esto.

Enero cuenta la historia de Nefer, una chica de 16 años, hija de unos puesteros rurales, que durante la noche de la boda de una de sus hermanas es violada por alguien del pueblo. Aborda sin estridencias el trauma sexual de Nefer. No hay morbo en la narración de Gallardo. Su prosa busca dar cuenta de los procesos de culpa, de miedo, de impotencia que vive Nefer. También de su deseo sexual, de su idea de amor romántico junto al Negro Ramos, de sus celos porque el Negro baila con Delia. Y, por su puesto, de su rechazo a una maternidad impuesta.

Porque no se puede volver atrás, el tiempo viene y todo crece, y después de crecer viene la muerte. Pero para atrás no se puede andar.
El hombre tiene bigotes y olor a vino, hace calor, las ramas de los árboles son un mundo, el Negro está con Delia, el hombre suda, hace calor, me ahogo, ah Negro, Negro, qué me has hecho, mirá mi vestido, era para vos. Durante meses esperé este día para invitarte...

Quizás lo más interesante de la novela es cómo habla sobre una idea sin nombrarla o, mejor, diciéndola solo una vez, casi al final, pero que todos entedemos en las primeras páginas. Si se entiende sin decir, si se oculta porque es ilegal, si incluso así las personas que tiene dinero pueden hacerlo, esa elipsis denuncia la hipocresía, la misma que legitima la clandestinidad y la muerte. La misma que hace unos días perdió una batalla importantísima, pero sigue apostando a ganar.

Las ricas son otra cosa. Piensa en Luisa, que a esta hora se sentaría en el comedor de la estancia. Su madre había dicho: «Estas son todas así, se revuelcan con cualquiera pero nadie se entera. Se las saben arreglar».
Las cosas escondidas no pueden hacerse de acuerdo con los patrones porque ellos no comprenden. Los patrones ylos policías tienen ideas parecidas.

Gallardo construye una narración que, si bien está centrada en Nefer, permite conocer a todo su entorno. Lo hace a partir de intercalar los pensamientos de la protagonista, con la voz narradora y las voces en off del resto del elenco: la madre, el padre, su hermana, su madrina, la patrona, el sacerdote, etc. Con ellos conocemos también las restricciones e intereses de ese nucleo social.

Hay que tener el alma limpia para la comunión; si no, el infierno entero se mete en uno, los diablos vienen y si uno tiene un accidente y se muere, se quema para siempre.

La novela, esto no puede considerarse spoiler, termina como si fuera una comedia romana. La patrona funciona como la deus ex machina. Si bien en otros tiempos en esos finales podría llegar a verse una idea de recomposición del daño, de "justicia"; desde de nuestra óptica del mundo y de las cosas no podemos dejar de verlo como una tragedia. La protagonista termina unida a su abusador y nada nos asegura que esa violencia no se vuelva a repetir.

Tal vez si me subo a caballo y galopo mucho, tal vez si trabajo muy bruto, tal vez si me duermo muy profundamente podre despertarme sin nada... Yo pensé que si iba a casa de, de alguna persona me podría... a casa de... Tal vez si Dios me ayuda... ¿Dios? ¿Y si rezo?

A propósito del final, del destino de los personajes, encontré una nota de 1959 en la que Sara Gallardo habla sobre Enero y sobre la relación que un autor tiene con su obra. Me parece interesante leer lo que una escritora tiene para decir al respecto, así que lo comporto aquí abajo.

Enero y Sara Gallardo, por Sara Gallardo

Publicar un primer libro es algo raro; una especie de bautismo donde el nombre de quien era una persona cualquiera cambia de signo y empieza a simbolizar otra cosa, mezcla de "quién hubiera dicho", "promesa" y otros elementos. Y para mayor confusion, otro nombre, el del libro, comienza a ser agregado como un apéndice al del escritor, que justamente le debe su nuevo matiz. Entonces el autor corre el peligro de verse a sí mismo adornado con la peculiar aureola con que lo ven los demás. Es un peligro estúpido, pero ser autor supone un poquito de estupidez. Por eso llega un momento —tal vez antes de iniciar su segunda obra— en que el escritor se encuentra obligado a preguntarse cuál es su relación con ese primer libro, porque se le hace claro que nada importante ha cambiado dentro de sí con su publicación. Y entonces recuerda el obvio paralelo del autor con un padre, y comprende que, en efecto, la relación es la misma, sobre todo en cuanto a la mutua dependencia que hace que un padre se sorprenda de que un compañero de colegio deteste a su hijo, o de que, unos años más tarde, haya una señorita dispuesta a dejar todo por el privilegio de compartir su vida. El padre se sorprende, pero la verdad es que nada principal cambia en él con esas cosas. Estas ya son asunto del hijo.

También es sabido que el autor es un padre especial. O una madre. Un padre que, por ejemplo, decreta la infelicidad de su hijo preferido alegando que era absolutamente necesaria y que además rechaza la culpa que le cabe en el hecho. Los personajes de Enero, pienso yo, podrían en rigor haber tenido otro comportamiento y otros destino. Formo parte de los autores que niegan esta posibilidad, pero en rigor... Bueno. Lo cierto es que podrían haber actuado en otra forma, pero siempre que hubiesen estado en manos de otro autor. Porque el hecho es que esos hijos peculiares dibujan con sus destinos algo muy indefinible del espíritu de quien los hizo, tal vez su misma esencia, así como las características del universo o de la naturaleza dan una clave para interpretar la Mente que los creó. No sé cuál es la relación del autor con su obra, pero es evidente que ella es la emanación de su ser más profundo. Por eso es que el ser más capacitado para dar un juicio sobre la persona de un autor es el lector inteligente. Si lo ama a través de su obra, es señal de que merece ser amado, aunque todos sus conocidos lo detesten. Y viceversa. ¡Claro que viceversa! Y así es como creo que algunos lectores de Enero saben más sobre mí que muchos parientes que han vivido a mi lado. (Por suerte para varios de éstos.)

En resumen, y después de divagar un poco sobre el tema, el autor llega a una conclusión elemental: que debe reasumir el antiguo signo de su nombre: "persona cualquiera", si es que lo ha perdido, y encarar la próxima obra con el mismo espíritu con que encaró la primera. En mi caso: contar, lo mejor posible, una historia que me conmovía.

Mar dulce, Año V, Nº 9, octubre 1959, pp. 29 y 32.

Sara Gallardo: Enero. Fiordo, 2019, 112 páginas. Diseño de cubierta: Pablo Font. Precio: $800.-